La Navidad en la que vendimos todo

En diciembre, en casi todas las familias latinoamericanas, la vida se vuelve pública. Las casas están abiertas de par en par, las visitas llegan sin avisar, siempre hay alguien en la cocina, otro sirviéndose algo, alguien preguntando por tu vida con la confianza que solo da la cercanía. Se reza la novena, se come juntos, se conversa más de la cuenta, se recuerdan historias que ya todos conocen, pero que igual se vuelven a contar. No es invasión. Es cultura. Es familia.

Por eso, cualquier cosa importante que pase en diciembre no pasa sola. Pasa acompañada, observada, comentada.

Y eso pesa.

Nosotros decidimos emigrar un noviembre. Pero emigrar de verdad: salir del país. Y no fue una idea casual. Era un proyecto grande, pensado, importante para nosotros. Así que cuando llegó diciembre, hicimos lo que hace cualquier familia: lo compartimos.

Recuerdo que lo hicimos en una novena de aguinaldos, porque ahí estaba “todo el mundo”. Y también recuerdo haberlo compartido con una expectativa que hoy reconozco como ingenua. Personalmente, pensé que la reacción de mi familia iba a ser de alegría, algo parecido a una celebración. Porque en nuestra cabeza, emigrar era el proyecto de nuestras vidas.

Pero lo que recibimos fue otra cosa.

Sorpresa. Tristeza. Preguntas difíciles de responder.

¿Cómo así que se van? ¿Pero por qué ahora? ¿Y la niña? Está muy chiquita… Queríamos compartir más con ella.

Ahí entendí algo que no había dimensionado: cuando emigras con hijos, no solo te vas tú. También se va una versión de la infancia que otros estaban imaginando vivir de cerca. Y eso duele. Duele en ellos y duele en uno, porque no sabes muy bien qué hacer con esa tristeza que no esperabas recibir.

Yo estaba firme en nuestra decisión, pero eso no me hizo inmune. Me sentí incomprendida, culpable, y hasta enojada. Todo al mismo tiempo. Y sostener un proyecto en el que crees mientras cargas con el dolor de otros no es sencillo.

Sin embargo, como realmente creíamos en nuestro proyecto, ratificamos nuestra intención y propusimos una novena de aguinaldos en nuestra casa, esta vez con una intención clara: empezar a venderlo todo.

Una venta de garaje en Navidad.

Todo estaba a la venta. Imprimimos precios por piezas, hicimos combos y comenzamos a clasificar lo que tenía potencial de venta y lo que sería para donación.

Antes de ese día, todavía había personas que dudaban de nuestra decisión. Nos preguntaban si hablábamos en serio, si de verdad nos íbamos, si estábamos seguros, si no era mejor esperar un poco más.

Hasta que llegaron a la casa.

Porque una cosa es decir “nos vamos” y otra muy distinta es llegar a una casa en la que todo lo que hay tiene una etiqueta con su precio.

Ahí se acabaron las dudas externas.

Y empezó algo que no esperábamos.

De repente, todo el mundo quería algo. Familia, amigos, vecinos, gente cercana. Personas que pasaban “a mirar” y se iban con algo bajo el brazo. Era casi absurdo. No sabíamos que teníamos tantas cosas útiles o que le gustaran tanto a la gente. Prácticamente todo se vendió en menos de un mes.

Y si me preguntan si fue fácil, con esto les respondo:

Recuerdo con mucha claridad un momento en particular. Un tío y su hijo ya sabían lo que querían. Entraron a nuestro estudio y gritaron: “¡Nos quedamos con el Mac!”. En ese momento, a mi esposo se le enfrió todo. Ya no estábamos hablando de cucharas o sillas. Era algo realmente importante para nosotros: nuestra herramienta de trabajo, de vida, de planes. Y en ese instante, todo se sintió diferente.

Mi esposo me llamó aparte. Me miró con un miedo que no había aparecido antes y me preguntó en voz baja:

¿Estamos seguros? ¿De verdad estamos seguros?

Porque en ese momento dejó de sentirse como un proyecto bonito. Ver cómo se llevaban nuestras cosas, lo que nos había costado toda una vida construir, ya no parecía un juego ni una conversación de futuro. Era una realidad que había que enfrentar con valentía.

Nos miramos.

Respiramos.

Nos abrazamos.

Y dijimos lo único que tenía sentido decir:

Si no es ahora, ¿cuándo?

Y seguimos.

Seguimos vendiendo lo que no cabe en una maleta.

Cerramos el negocio y dimos fecha de entrega posterior, porque aún necesitábamos hacer el respectivo backup.

Todo esto pasaba mientras alrededor seguía siendo diciembre…

La familia conversando, la comida circulando, las tradiciones ocurriendo como siempre. Por fuera, la Navidad seguía intacta. Por dentro, algo se estaba cerrando.

Hoy han pasado seis Navidades desde entonces.

Y no todas han sido iguales.

Debido a la pandemia, tuvimos una Navidad más en Colombia, pero ese es otro cuento. En Portugal, esta es nuestra quinta Navidad. Y vuelve la pregunta: ¿ha sido fácil? Y la respuesta es: ha sido diferente. Algunas las hemos pasado con otros migrantes, con familia y amigos, creando tradiciones nuevas, en casas prestadas, compartiendo desde otros lugares. Pero nunca, nunca, hemos sentido que en una Navidad estemos solos. Porque, a pesar de la distancia de nuestra familia y amigos, la tecnología para los migrantes nos da la posibilidad de también estar allá.

Eso es lo que hoy entiendo como transformación.

No es que todo haya sido fácil ni que no haya habido nostalgia. Es que aprendimos que la Navidad no vive en un lugar. Vive en el con quién. Vive en el cómo. Vive en el espíritu de familia que se construye incluso lejos.

Hoy nuestras Navidades son distintas.

No se parecen a las de antes y no tienen por qué hacerlo. Tienen risas más conscientes, momentos más tranquilos, una forma distinta de estar juntos. Son nuevas. Son nuestras.

La Navidad, al final, siempre ha sido eso: recordar. Conectar con las emociones que teníamos cuando éramos niños —la risa, el juego, la sensación de estar acompañados— y permitirnos vivirlas de otra forma, en otra etapa, con las personas que hoy elegimos llamar familia.

Eso fue lo que aprendimos.

Y esa es la transformación que vale la pena contar.

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Con cariño, tu Mentora:

Paula C. Alape M.

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